lunes, 29 de abril de 2013


  1. Al parecer, para lograr un rol dramático no era suficiente con encerrarme en un calabozo lleno de ratas, hacía falta algo más. Pero, ¿qué? Según parece era preciso al contrario, ascender a un nivel más alto. Pero cómo llegar allí, eso no me lo decía nadie. Los directores explicaban con habilidad lo que querían lograr, lo que se necesitaba para la obra; estaban interesados sólo en el resultado final. Criticaban, señalando también lo que no les servía. Pero cómo lograr lo que sí era necesario, eso se lo callaban. “¡Conmuévete, siéntelo más, con más profundidad, vívelo!”-dicían ellos. O “¡No te estás conmoviendo! ¡Debes conmoverte! ¡Trata de sentir!”

    Y yo trataba, intentaba con todas mis fuerzas, me tensaba, hacía un nudo con los intestinos, exigía la garganta hasta la ronquera, abría los ojos hasta que casi se me salían de las órbitas, me constreñía hasta el mareo en un intento de cumplir esa sobrehumana tarea... El sentimiento iba a parar a alguna parte del estómago y terminaba tan agotado, que era incapaz de repetir la escena cuando lo exigía el director.
    Y eso en los simples ensayos. ¿Qué pasaría durante la función, con público presente, cuando de los nervios perdería el control sobre mí mismo? En efecto, durante el estreno, mi actuación resultó en una mediocre "convulsión actoral".
    Sin embargo… el espectáculo fue todo un éxito.
    Las decoraciones y los trajes, hechos según los bosquejos del talentoso Sollogub, el tono, la grandeza del espectáculo, la talentosa puesta en escena de Fedotov, todo era nuevo y original para aquella época. Aplaudían. ¿Y quién iba a salir, sino yo? Y yo salía, hacía reverencias y el público me recibía porque no sabía diferenciar el trabajo del dibujante, del trabajo del director, y el trabajo del director del trabajo del actor. Al final, también yo recibía cumplidos. Y yo les creía y pensaba con sinceridad que si me halagaban, entonces mi trabajo llegaba al público, los impresionaba. Es decir que hacía todo bien. Entonces esa “convulsión actoral” era, en efecto, la inspiración añorada. O sea que sentía en escena de la forma correcta.
    Pero el director regañaba… ¡Envidia! Y si me envidiaba, ¡entonces había qué envidiar!
    De ese círculo vicioso de autocomplacencia no hay salida. El actor se enreda y se zambulle en el fango de la adulación y del elogio. Siempre gana la opinión que es más agradable de oír, aquello que más se quisiera creer. Gana el cumplido de las admiradoras y no la amarga crítica del conocedor.
    ¡Jóvenes actores! ¡Teman a sus admiradoras! Flirteen con ellas, si lo desean, ¡pero no hablen con ellas sobre el arte! ¡Aprendan desde los primeros pasos oír, entender y amar la cruel verdad sobre ustedes mismos! Y aprendan a reconocer a aquellos que son capaces de decirla. Con esas personas hablen sobre el arte. ¡Que ellos los regañen lo más seguido que puedan!

    "Mi vida en el arte"
    Konstantín Stanislavski